Puede que un tropiezo la hubiera
llevado allí, o un niño deseoso de recreo en su camino al colegio, incluso
puede que fuera depositada por un ave perezosa, o por un viento huracanado,
pero es algo que nunca se podrá saber con certeza.
Aquella otra pisa papeles, ornamenta,
ya utilitaria y sin especial quehacer más que dejarse contemplar por ojos que
no se inquietan por orígenes ajenos, que nunca hacen preguntas, ni esperan,
pacientes, respuesta.
La más roma viene del lago que
imagino en el centro del parque, donde ahora patinan unos y otros cubiertos de
lana y nieve. De haber esperado a primavera, anfibia habría surcado la verdosa
superficie, dibujando ondas, para acabar como tantas otras, al fondo, a la
sombra de los árboles, al latir de las estaciones, el ritmo de la vida.
Una última, vestida del color del
barrio, que no le favorece, clama con cada arista orgullosa haber formado parte
de algún gran proyecto arquitectónico, seguramente demasiado antiguo como para
ser recordado, patente en algún registro empolvado.
Y es ésta la que, orgullosa,
puede que incluso rebelde, entreabre la cajita donde las guardo en la esquina
de la mesa, como un tesoro de ultramar. ¿Mío? Custodia que no me pertenece, y
por creerlo me convierte en un ser convencidamente soberbio, tremendamente
ignorante, en fin, humano. Al fin y al cabo todo, ellos, el barrio, el parque, el
archivo y mis letras desaparecerán antes que estas cuatro piedrecitas que hoy
sostengo en mi mano.
Sin vuelven será conmigo,
mientras tanto me valgo de su mudo testimonio, el recuerdo de las otredades, me
aprovecho de su existencia para dar forma a mil historias que me ayudan a
dormir. Espero que sean para mi el error constante, donde tantos hombres coinciden,
y también las que sustenten mis pasos cubriéndolos de expectativa. Todo eso
serán, mientras tanto.
Las piedrecitas que tú me has
dado, repican en el cristal de mi ventana, que abriré sólo para que te quedes
esta noche…
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