De ninguna manera fue aquel gigante
pulido el primer recuerdo de mi viaje. La inocencia de los nueve años esculpe
recuerdos infinitamente más sencillos, concretándose en aquel jardín de
variados colores que precedía a la magistral estación ferroviaria.
Inconsciente ángel de ojos grises, ajena
tanto a mi destino como a las preocupaciones, presa la atención en un diente de
león que no cedía a mis sofocados soplidos bajo el caluroso mes de julio. Mi
insistencia fue suficiente para que mi madre, exasperada ya por mi
entretenimiento, me apremiase para que entrara en el edificio. No había tiempo
que perder.
Abrumada por la ciudad de extensiones a
las que todavía hoy nunca estaré acostumbrada, aquel edificio de luminosas vidrieras
y relojes infinitos era a mis ojos tan solo parte del teatral escenario de
altos techos que nos rodeaba, al que por cierto no le prestaría atención hasta
que la adolescencia impregnara mi infantil cuerpo con su caprichoso mudar. Por
entonces el bullicioso ambiente, el gentío de escandalosa marcha y la megafonía
carente de afinación fueron suficientes para hacerme caer en un estado de
embriaguez precipitada y torpe que hallaría un abrupto final ante el andén
tercero, donde la quietud de la imponente locomotora contrastaba con el baile
enloquecido a su alrededor. Fulgurantes raíles, henchidos de óxido y orgullo eran
el descanso de esa bestia metálica nacida de la destreza humana, expresión de
su poder creador aunque terrenal.
“¡Deprisa! ¡Más deprisa! – sonaban los
coros de voces familiares en torno a mí. “Se irán sin nosotras”. Aquella idea
me hizo despertar de mi ensoñación, y recuerdo haber corrido lo más rápido que
me permitía el peso del cuidadosamente empacado equipaje. La emoción me hizo
ligera, saltando la distancia que me separaba del vagón y sorteando otros
pasajeros que también trataban de hacerse paso hasta los asientos próximos a
las ventanillas, todos querían participar del espectáculo de la borrosa versión
del mundo que la velocidad dibuja en nuestros ojos, demasiado acostumbrados a
la quietud de la vida. Finalmente, me acomodé junto a mi madre sintiéndome
afortunada y segura, y todavía resollando acerqué mi nariz al cristal para
disfrutar de la visión de los últimos preparativos: el hombre de grandes
bigotes y sombrero carmesí, en frenético movimiento hasta que agitó su bandera
y de su silbato emergió un agudo pitido. Un repentino y absoluto silencio de
expectación se habían apoderado del compartimento. Recuerdo entonces el olor a
nuevo de los asientos, de los zapatos infantiles y la experiencia misma de la
primera vez en un viaje de semejante envergadura.
Una brusca sacudida y el férreo chirriar
a continuación – “¡Nos estamos moviendo!”. Primero lento, ahora más deprisa, la
ciudad desaparecía, y nosotros, mecidos en el seno de un confortable coloso
desaparecíamos para la ciudad…
Tras el ajetreo previo, la máscara tensa
que minutos antes ocupaba el rostro de mi madre se volvió calmo, coincidiendo
con mi soporífera sensación de bienestar, quieta y sin embargo avanzando
rápidamente en tiempo y espacio hacia uno de los momentos más importantes de mi
vida: el inminente cambio de residencia y hogar.
Por todos sabido es que los niños
difícilmente permanecen atentos a un mismo asunto, así los pasajeros del
compartimento serían ahora la nueva razón de mi embelesamiento. Sus murmullos,
demasiado tenues como para ser oídos, y sus figuras, contempladas a través de
reflejos, no eran impedimento sino agasajo para mi poderosa imaginación de disparatados
envites, que ya inventaba historias.
Las ensoñaciones tomaron un cariz de profundidad,
la conciencia se tornó ligera ante el casi palpable cansancio, y mis manitas
que caían ya a los lados de un cuerpo infantil, vestido de domingo. Sin embargo,
la obstinación de no perderme ni un solo segundo de tan apasionante viaje
superó en fortaleza al sopor, con lo que abiertos los ojos y la mente, me
levanté decidida a sacar el máximo provecho del momento.
El traqueteo al que no estaba acostumbrada
me hacía cosquillas por el cuerpo a través de los finos zapatos de verano, por
lo que gorgojando, me fui a sentar al lado del pasajero más próximo, un hombre de chaqueta verde tratando de leer el diario,
atrapada la lengua en una de las comisuras de la boca. Permanecí a su lado
durante unos minutos, hasta que mi cortesía impaciente se materializó en un
ofrecimiento que consideré oportuno: “¿Necesita que lo ayude? – pregunté – En
la escuela ya nos han enseñado a leer, ¿sabe usted?”. El hombre de poderosa concentración
dio un respingo, volvió la lengua a su sitio y me miró de frente con los ojos
muy abiertos. Posiblemente lo había asustado. Una voz quebrada bisbiseó una
respuesta de melodía desconocida que se me antojó sin embargo hermosa, y
entonces fui yo la que imité su anterior expresión. ¡Un extranjero! Lejos
aquello de ser un impedimento, fue mi curiosidad la que continuó aquella
entrevista de paradójico y elocuente mutismo. Educadamente obtuve réplicas a
cada una de mis cuestiones, a cada una respondí con un asentimiento
ceremonioso. Las apuntaba fantásticamente en el pergamino rosado de la palma de
mi mano, grabándolas en mi memoria más inmediata, disfrutando de la exótica
tonalidad enmarcada por sus labios. No recuerdo cómo me desprendí de aquel hechizo,
aunque sí de tropezarme en el camino hacia el siguiente vagón con una ostentosa
mujer de grandes adornos y ojos diminutos, escondidos entre rojísimas mejillas.
Me observó de arriba abajo, y pude leer en sus ojos el veredicto de parco
interés y escasa amenaza para sus sortijas que a partes iguales yo
representaba, así que girando su oronda cabeza hacia la ventanilla y haciéndose
a un lado con un teatral suspiro me dejó pasar.
Tras la puertecilla que separaba los
compartimentos, una pareja de enamorados impregnaban con la dulzura de ella y
la picaresca de él la estancia, y algún que otro intento de discreción que las
caricias, sólo en apariencia delicada, consiguieron sofocar con su vehemencia. Una
cómplice más de la incomodidad del resto de los pasajeros convertidos ahora en
una mal disimulada audiencia, dueños de razones tan diversas como la desazón, el
ansia de coherencia con un recuerdo quizás demasiado insolente, o un descaro de
naturaleza nativa; que amainaba las quejas que se despertaban para morir
endebles en un gesto desapercibido.
Sea como fuere, sólo mi extrema
inocencia encaminó mi tierno cuerpecillo hacia aquella tentación, un sonido
chirriante que atribuí en un primer momento a la quejumbre de la máquina. Sin
temor, ya que hasta el momento sólo conocía el indulgente regañar de mis
mayores, y adoptando mi disfraz de exploradora consistente en calarme el
gorrito de ganchillo hasta las orejas, me aproximé al origen de tan monótona
canción. Un anciano aterrorizado, con los ojos no más cerrados que la boca, y
ésta transformada en una hermética línea blanca, era el autor de aquel tarareo
gutural; que se escapaba en todas direcciones y hacia el vacío desde unas fosas
nasales a pleno rendimiento a punto de desbocarse. Indecisa entre pedir auxilio
y darlo, adopté la responsabilidad de mi expedición, y me dispuse no muy
delicadamente en el borde del asiento, junto a aquel cuerpo rezumante de miedo.
Se encontraba éste tan concentrado en sus propias impresiones que las primeras
palabras de consuelo que le dirigí quedaron enterradas por aquella tonada.
Entendí que en aquel momento las
palabras debían ceder su importancia al gesto, el cual nutre el diálogo
comunicando nada más que lo preciso, sin incertidumbres, como el arrullo que calma
el bebé ansioso, el guiño cómplice o la mirada que silencia. El hombre se me
antojó frágil, me sentía entre iguales,
inconsciente de nuestras varias vidas de diferencia con tan solo una
licencia de ventaja: el tener las expectativas cansadas.
Mi ayuda llegó en forma de extremidad
aterciopelada, posada grácil pero afectuosamente sobre aquella de lija que se
cernía sobre la huesuda articulación. Aquel ínfimo contacto provoca que ya se
aleje la tempestad de quejidos, ocupando su lugar un monzón salado, antecedente
de calma. Tras un instante de necesario silencio para besar el aire, se confió
a mí todavía con los ojos cerrados. Un viejo soldado, añejo para mis ojos
colmados de juventud, erosionado por un
pasado nada placentero en las trincheras, que no obstante, allí confesaba, parecía
preferir a la presente situación. Un transporte
manso al igual que mis intenciones lo llenaba de pavor, miedo enfundado
en el desconocimiento feroz de las invenciones modernas; las mismas ante las
que yo sólo experimentaba excitación y asombro curioso, y a las que ambos nos
enfrentábamos juntos por primera vez.
Permanecí junto a mi antítesis en
callada armonía durante dos paradas; a la tercera ya cabeceaba ente difusas
supersticiones y la improbable ocurrencia de desgracia en compañía de un alma
chica como la mía; o si es que era yo un ángel, sería ya demasiado tarde para
preocuparse. Finalmente, contagiada por
aquella quietud que sólo emanan los ancianos sumado al susurro de otros
pasajeros, mellizos en nuestro sopor, descansamos.
Recuerdo el delicado zarandeo de mis
hombros, celosamente dulce, mi madre, a la que dediqué una sonrisa todavía
aturdida, que debido al sueño más bien resultó una mueca traviesa, y tardé un
par de minutos en advertir que la locomotora se había detenido. “Ya hemos
llegado, cielo” – escuché sus palabras de ilusión corpórea. Elástico el salto a
la posición erguida, pretendí despedirme de mi acompañante con una flamante
mirada que no me devolvió, ya que estaba buscando afanosamente el bastón que
eran sus ojos. Que si los pudiera abrir con toda seguridad serían verdes.
Descendimos del tren unidos
por un lazo invisible de excitación. Los rencuentros que salpicaban el andén
con su emoción, los extraños olores todavía innominados, aquella luz especial
en un lugar que se antojaba repleto de oportunidades, y el abanico de pequeños
detalles de aquel instante permanecen todavía genuinos en mi memoria. Y también
cuando, descosiendo mis deditos de la falda de mi madre, di el primer paso.
Puede que ese primer viaje haya
resultado de relativa, pero no trivial, importancia.
Humanidad de destinos dispares hacia el
mismo trayecto, cadenciosa circulación sobre la vía hacia cualquier dirección
apropiada, que no correcta, interrogante moral sin esclarecimiento posible; que
finaliza en el eterno Morfeo. Y varios encuentros fugaces con emociones
intensas y oscilantes del placer al dolor, así es la vida o así la
experimentamos.
He advertido a cada pasajero en
diferentes figuras y condiciones, ya que su permanencia universal designa a la
humanidad y le otorga ese carácter repleto de emociones secundarias. Hoy, en mi
nostalgia, me pregunto si aquellos transitaron senderos, caminos o calles...
todos tan fugaces, tan queridos sobre la sombra del alma, mi pasado, a cada día
más presente y pretérito.
Un asiento ocupado que tras este viaje
quedará vacío para que otros pequeños continúen
mirando hacia próximas estaciones, para que otros adultos especulen
sobre el peso de su balanza quizás ya oxidada por el tiempo, quizás, para los
más irreflexivos, cubierta todavía con la esencia de la novedad.
En cualquier caso, el deseo de que ambos
trayectos se experimenten con idéntica felicidad es el que me lleva a escribir esta
historia, impresión cicatrizada del pasado, salvoconducto de la retentiva,
desde ahora y para siempre menos mía.
(Foto de la FEVE de Pablo Álvarez Soria)
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