domingo, 13 de octubre de 2013

Hay un galego na "jungla"




  Según Bruce Willis las hay de cristal: Bruce Willis no tiene ni idea. Son de madera.

Y es que hay muchas cosas que nos cuentan de la selva que son mentira. Claro, como queda tan lejos, a ver quién es el valiente que va a contrastar la información. Aun carente de arrojo, pero con ánimo de aventura, decidí ver con qué me topaba.

 Me encuentro en una posición complicada, veréis: quisiera transmitiros todo lo que he experimentado a lo largo de mi día, pero, la verdad, llevo más de 10 minutos en trance delante de la pantalla en blanco, y a pesar de que ya me empiezan a picar los ojos (es lo único que quedaba por picarme, los mosquitos, el pelo y la nariz ya estaban en ello) no me decido a empezar.

La excursión la empezamos desde San Isidro, un pueblito muuuy tranquilo cerca de Macas (el cabecero del cantón Morona de Ecuador), que es donde vivimos y del que ya os hablaré en su momento. Jordi, (hoy interpretando a “George of the jungle”) me padeció todo el camino, qué remedio le quedó al pobre. En fin, de camino a la estación de autobuses conocimos a una sonriente mujer que de una (inmediatamente en ecuatoriano) me invitó a su casa a hacer empanadas de viento (remito a entradas anteriores) al día siguiente. Los que me conocéis sabéis que a menos que me encuentre en fase aguda de mononucleosis me apunto a cualquier plan que tenga que ver con “papeo”, así que acepté de mil amores. Todo sería maravilloso si la señora Mercedes me hubiera dado su dirección. Cuando me di cuenta del detalle, me quedé como un enamorado a primera vista: suspirando por un nombre pero sin más señas.

Ahogué mis penas en un pan con chocolate ya subida al bus camino de Buena Esperanza, la comunidad de donde partía la caminata. Nuestro guía, Rafael, atentamente nos recibió en su casita de madera para que nos pusiéramos cómodos y nos cambiáramos el calzado. Revisamos la mochila: Crema de sol, gorrito caqui de camuflaje (nunca se sabe), poncho de agua (chubasquero de toda la vida), spray anti mosquitos en cantidades industriales, agua de la que no esfurrica… y la cámara en ristre, por supuesto. 



Machete al hombro de nuestro guía y ya estábamos listos para zarpar. Os aseguro que andar por la selva no es algo baladí. Y menos si las katiuskas de plástico que te han prestado son de 2 a 3 números más grandes que tu pie. Es como andar con aletas por la arena, pero con más barro, hojas y animales peligrosos. La lluvia tampoco ayudaba. Por suerte conté con un fiel acompañante, Numi (palito en Shuar), que me ayudó a subir raíces, bajar barrizales y cruzar troncos musgosos.


Otra falacia es acerca de los animales. Las serpientes no se parecen, ni haciendo cirujía, a Khaa del libro de la Selva. Tampoco te enseñan a vivir mejor, creo que son más bien…letales. Nos encontramos a una durmiendo “enroscadamente” (no sé si plácidamente porque no me atreví a molestarla), y Rafael nos contó que en caso de que nos mordiera no había antídoto hasta Quito, pero que uno no llegaba vivo si esperábamos tanto tiempo. Así que serpiente 1 – turistas 0, abrimos camino por otra parte para no darle motivos de enfado a nuestra ofidia durmiente.



Todavía estaba buscando a mi adrenalina (había salido disparada), cuando oigo algo que parecía un helicóptero muy cerca de mi oído. Resultó ser un tábano, bueno, mejor dicho, el padre de todos los tábanos que hay en Europa, de lo grande que era. Debía de oler un poco a oveja (ya sabéis que va al ganado) porque me estuvo rondando, rondando, hasta posarse sobre mi panza. Yo ahí descubrí el aprecio que le tenía a mis chichitas, era cuestión de segundos que “plin” me picara. Pero allí estaba Rafael, salvador por segunda vez, que un rápido movimiento, agarró al insecto y, sin matarlo, con el propio aguijón perforó la enorme hoja de una planta y lo insertó ahí, con el culo en pompa, donde se quedó castigado zumbando.

A todo esto, nuestro guía caminaba como pedro por su casa mientras nos enseñaba palabras en Shuar, nos daba a probar plantas y nos contaba sus propiedades, nos hacía oler árboles y hojas y nos contaba historias de animales. Se sabía todas las raíces, todos los recovecos…daba la serena impresión de un paseo cotidiano. Le pregunté en un momento dado quién le había enseñado todo aquello, y me contesta con toda la naturalidad del mundo: “Crecí aquí dentro. Estoy seguro de que si fuera a tu ciudad tú sabrías decirme donde está la escuela, el hospital o el estadio sin perderte, pero yo no sería capaz de encontrarlo. Pues para mí esta selva es lo mismo”. Cha-pó.

Interrumpimos el paseo al llegar al río, donde nos esperaba una canoa artesana, tallada de un árbol de verdad, qué delicia. 




Cruzamos la distancia que nos separaba de la otra orilla a ritmo de caña de bambú (era nuestro remo) hasta otra zona, todavía más cerrada de selva, donde subiríamos a un mirador. En la cumbre se alzò ante nosotros esta sobrecogedora escena:


Era el lugar perfecto para hacer el grito de la selva. Pero para mi sorpresa, me había quedado muda. En el momento en el que tuve esa posibilidad, me sentí de repente desprovista de derechos.  Mi voz simplemente se negó a acometer lo que racionalmente deseaba. Cómo podía pretender jugar a “la reina de la selva” cuando sentía que desconocía todos sus secretos, que era ajena a aquella naturaleza, insignificante ante ese árbol que llevaba viviendo 400 años sin que nadie lo haya perturbado jamás? 



Permanecí en silencio contemplando, inspirando la grandeza de aquel momento, en el que la palabra “respeto” cobró todo su sentido. Como cuando nadamos en mar abierto o caminamos por un gran desierto, he aprendido a que en estado de alerta es como los sentidos aprehenden más, cómo desde la precaución se admira, cómo la inmensidad absorbe a uno y lo invita a quedarse, pero a no confiarse demasiado. Esa combinación de instinto de supervivencia, esa necesidad humana de aguzar el oído, de afilar el olfato, de buscar con la mirada, es simplemente, sensacional. De aprender nuestra fragilidad, de lo maravilloso que es a veces, sentirse vulnerable.




Rafael, desde lo alto, nos contó su historia: había comprado el terreno en el que estábamos para cortar los árboles maderables, ya estaban incluso marcados con números rojos. Ni el estado, ni ninguna empresa, ni asociación parecía importarles tal destrucción. Entonces, alguien llegó a ver su pedazo de selva, se admiró como tantos otros de su belleza y decidió comprar un árbol. Sin embargo, no quería su materia, sino su conservación. Pagó por mantener aquel árbol con vida. Y le siguieron 5 personas más que hicieron lo mismo. Así que nuestro guía pasó de verdugo a cuidador. Sus palabras suenan sinceras cuando habla evitar que suceda a su alrededor lo que estuvo a punto de ejecutar. Ahora lucha por la conservación de su territorio, en medio de la gran incomprensión que lo rodea. Lo toman por demente, ya que lleva una vida humilde pudiendo enriquecerse dedicándose a la ganadería, lo que supondría arrasar, claro está, su prolífico terreno. 
Admiro su labor y espero que sus reservas Nantar y Nunkui continúen siendo el orgullo de sus dueños, que todo aquel que lo desee pueda ir a respirar, a vivir, a descubrir su flora y su fauna, como las diminutas ranitas que no superan el medio centímetro, las mantis, insectos palo, pájaros, mariposas de todos los tipos y formas: rojas, verdes, azules, con dibujos, con bigote…bueno, yo de éstas no vi, pero como tenían de todo tipo alguna supongo que ha de haber.


Cuando llegamos de vuelta a la comunidad, la simpática mujer de Rafael nos tenía preparada una comida típica asada en una hoja gigante, con yuca, arroz, pollo, palmito, tomate y cebolla llamado “Ayampaco” y para rehidratarnos, una jarrita de agua de hierbaluisa. Perfecto para reponer fuerzas para nuestro camino de vuelta a Macas.


 Me fui sin el autógrafo de Tarzán ni de Chita… pero me traje los pulmones renovados, la vista empapada de colores y la sensación de haber vivido una aventura trepidante, con muchas moralejas,  pero sobre todo REAL.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Leticia en el País de las Maravillas

  Si Lewis Carrol supiera que los aviones de LAN llegan a destino antes que los conejos apresurados, seguro que su historia hubiera sido diferente. Por eso yo os contaré la mía.

  Puede que sí sienta que aquí el tiempo corre distinto. Puede que como los elementos, en algunos lugares como occidente, el tiempo sea bien sólido. Sin embargo, aquí todo fluye, a su ritmo continúa la vida. Pienso que se ha derretido con el calorcito húmedo y constante sobre los 18°, o quizás se resbala por una nube velocísima de estas que llevan el letrero de “ocupado” y que tras un “agua va” sin previo aviso, relajada, de paso a un sol artista. Reflejos que redibujan la paleta de colores tan intensos que parecen pintados por un Gaudí natural.


  Elementos callejeros que hacen a uno sonreír y sentirse grande por dentro, sin falta de champiñones mágicos de los de mi amiga Alicia, como las piñatas para cumpleañeros, los perros apostados en los tejados (que no sabes cómo llegaron allí), la hospitalidad inconmensurable o los carritos de “sánduches” (NO sándwiches). Hasta las esculturas antiquísimas parecen  entender que aquí la vida se lleva con otra actitud:



De personas envueltas en coloridas prendas se pueden oír conversaciones indescifrablemente hermosas, lenguas con eco a selva, a montaña, a río…
  



 Voces que aconsejan bajo cualquier circunstancia, aunque estén errados y provocan que te pierdas. Ni me importa. Agradecidísima por la oportunidad de no encontrar el camino que inicialmente me marqué, acabo por encontrarme un poco más conmigo misma.

Un país donde todo puede pasar, realmente. Alguien sabría qué hacer si de repente se ve perseguido por Godzilla? O por un OVNI? No problem. Aquí desde luego que está todo bajo control ya que tienen habilitados puntos de seguridad para estos casos, como estos.
  
 



Y he encontrado algo extinto en España, las vacantes de trabajo!

  
  A diferencia de la novela, no disponen de la ceremonia del té para beber, sin embargo uno se vuelve como el sombrerero loco entre tantas opciones: jugos de babako, taxo, tamarindo, naranjilla, mora, sandía; la “biela” Pilsner, que efectivamente como se autodenomina es ecuatorianamente refrescante:



Además, el chocolatísssimo en cualquier textura y recipiente, con o sin leche, con o sin nubes, con o sin…queso? Sí, así lo tomamos aquí ;) Para acabar de confundirse uno, literalmente, falta mencionar a los alcoholes. De tan contundentemente sabrosos que resultan, no sabes si levantan el espíritu o se lo llevan garganta abajo: las puntas, la mistela (ojo, valencianos, NOTHING QUE VER), el canelazo de misteriosos poderes reconstituyentes al más puro estilo de Asterix y Obelix…



Y por supuesto, para los más clásicos siempre nos quedará una relaxing cup of café, con o sin leche ;D

Eso sí, a ratos me gustaría ser diminuta, para sentirme menos protagonista, menos visible y así no quebrar, por ejemplo, la alada orquesta sinfónica del jardín al salir a escuchar, o que mis huellas sobre los acolchados lechos de plantas fueran invisibles. Todo parece tener su sitio en este lugar, como una armonía impalpable, una razón que se esconde tras gigantes hojas de banano o en los diminutos picos de los colibríes. Algunas plantas parecen obra de alta costura, llegué a pensar si las arañas montarán talleres de corte y confección, o si con sus ocho patas serán las responsables de los trazos elegantes y delicados en las alas de las mariposas que, ignoro si presas de la vanidad o de la prisa de una vida fugaz, se exhiben a todas horas.



Sobre mi cama rosa de princesa Disney (con dosel anti-mosquitos), oigo la lluvia percutida en las paredes que me rodean. Pienso ese instante antes de caer dormida en ahí afuera, belleza salvaje  que sin embargo a cada momento resulta más inherente a mi humanidad, más profunda que cualquier cemento aglutinador de ciudades, que estafa a los sentidos y pinta el paisaje de gris.




miércoles, 2 de octubre de 2013

Pesadilla en Machalilla

  Apaguen sus luces, entreabran puertas chirriantes, enciendan lúgubres velas y prepárense a oír el escalofriante relato de la turista que se adentró en los albores del parque del terror. Una feroz tormenta rompe esta tarde sobre mi ventana,  inspirando mi testimonio...

  Era una noche lluviosa, los taxis se negaban a llevarme a mi destino, el autobús Reina del Camino con dirección a Puerto López. Se trata de un pueblito menos turístico que las playas de Esmeraldas pero con muchos atractivos, como el observatorio de ballenas (de julio a septiembre), la Isla de la Plata (hermana pequeña y barata de las Galápagos) o el parque nacional Machalilla y la conocida playa de los Frailes. Ya tenía que haber sospechado algo cuando el acompañante de la empresa de transportes llegó con su sonrisilla diabólica a poner la película de Chuck Norris, Delta Force... caí en su embrujo: Me dormí en menos de 10 minutos.

  Cuando desperté casi 11 horas después habíamos llegado a nuestra parada, casi como por encantamiento. Como Lorenzo todavía no había empezado su turno (eran las 5:30 a.m.) yo no iba a ser más que él, así que me dirigí a un puestecillo ambulante de café y bolones de verde (desayuno típico de la costa hecho a base de plátano y queso)para hacer tiempo. Allí compartí un ratito de tertulia con los clientes que desayunaban (eran todos taxistas para turistas) mientras dejaba que el dulcísimo café diera los buenos días a mis sentidos. Cuando desistieron de intentar llevarme aquí o al otro lado, o de buscarme alojamiento, me contaron los últimos chismorreos del pueblo, como si fuera casi una más de ellos.

  Antes de dirigirme al parque, por miedo a que estuviera cerrado, fui hasta el malecón, donde ya todos los barcos azules y rojos llegaban repletos de pescado, entre mareas de avizores ojos preparados ante cualquier despiste, bien planeando allá en el cielo, bien en forma de cuadrúpeda atención de pronto ladrido:


  Me encanta esta escena salina. Gente apurada en sus labores, descalzos porque el agua no está demasiado fría, transportando, clasificando, vendiendo o limpiando pescado. Los mosquitos estaban traviesos, menos mal que soy "la mano más veloz de occidente" y pude echarme crema antes de darles la oportunidad de degustarme demasiado. 

  Con el olor a mar entre fosa y fosa, encontré una cafetería muuuy requetesuperacogedoristicoespialidosa con Wifi, Etnias Café, regentada por una simpática pareja de franceses y una perrita llamada Inti ("Sol" en Quichua). Me llené la pancita. Después del desayuno y la charleta con otros dos o tres habitantes (uno hablaba de Sangre de Dragón casi obsesivamente :S ) ¡Ya estaba lista para irme al parque natural!

  Un bus me tiró, literalmente, en frente a la entrada. De no haber saltado a tiempo ya habríamos llegado al pueblo siguiente. Yo a todo esto seguía empeñada en obviar las pruebas de que no debía entrar ahí. Todo por el deseo inmeeeeenso de mojarme los pies en el Océano Pacífico.

He aquí mi cara de cansada felicidad e inocencia al llegar:


  El señor Pedro, guardabosques, me informó de que era la primera visitante del día y por ello me explicó con detenimiento lo que debía saber acerca del parque: antes había que pagar 12$ (ahora es gratis), normas, distancias y fauna: había muchas aves y reptiles (pero yo había leído que había monitos...). El hombre claramente pensaba en alto: "también hay culebras pero mejor no te lo digo, que si no no entras." Pero oh! Ya era demasiado tarde para la valiente Leti, no había llegado hasta allí para dar media vuelta.

Eché a andar resuelta teniendo en mente esta imagen, que vista en Internet me había animado a venir:


Sin embargo, lo que me encontré fue esto:


  Positivamente, como de costumbre, pensé: "Normal. Debe de ser ahora, al principio, seguro que según me acerque a la playa ha de estar más verde". ERROR. La cosa después de un quilómetro y medio pintaba de este pelo:


  No solo no había nadie, sino que tampoco se oia nada más que el crujir de las ramas de vez en cuando o el zumbido de algún insecto.  Había carteles que decían: "las flores amarillas de su derecha pertenecen al grupo blablabá... y son alimento para algunos animales de este bosque..." Pero allí miraba y no veia más que ramas grises, desoladas... estaba todo más que seco. Según pude averiguar más adelante el paisaje se debía al verano, ya que en la época de lluvias aquello se volvía una fiesta de verdor y vida....es decir, que llegué MAL, cuando estaban en modo ahorro de energía.

  Era un poco inquietante todo... sobre todo que cada treinta centímetros el camino estaba perforado por unos agujeritos sospechosos cuyos dueños preferí no conocer (no creo que fueran casas de topitos precisamente):


  Llegado un punto ya estaba concienciada de que aquello no iba a mejorar, y me sentía tan sola allí que empecé a pensar en pintarle una cara a un balón de fútbol y llamarle Wilson. Celebré cada una de las apariciones de las 17 lagartijas que vi, pero celebré un poco menos la culebra que me apareció por delante. No sé si se asustó más ella o yo.

  Tras constatar que lo más verde y vivo que iba a encontrar era....



.... un cactus, seguí caminando hasta que finalmente llegué a una playa con nombre prometedor: Tortuguita. Nada malo podía pasar en una playa con ese nombre. Pero ni estaba permitido bañarse allí por haber unas corrientes "pecadoras de la pradera" que te metían para dentro y "game over". Allí no había tortugas de ningún tamaño, ni peces, ni cangrejos si quiera. Eso sí, me encontré a un ser mitológico, con aspecto no muy saludable, al que decidí llamar: "Sirenejo".


Efectivamente, mitad sirena, mitad conejo. 

Proseguí mi ruta cuesta arriba, y, por fn, ¡ he aquí el gran descubrimiento! No sé si fue la pendiente o la maravillosa vista, pero me quedé sin aliento.



  Su pureza y sobriedad eran apabullantes, el color intenso aunque el cielo estuviera repleto de nubes. Para mí fue como contemplar una inmensidad maravillosa. Bajé casi corriendo la pendiente que me separaba de la playa limpísima, eché mis botas al hombro y me fui derechita al mar. ¡Qué sensación al mojar mis pies en las fresquitas aguas Pacífico! :) ¡Qué serena tranquilidad allí sentada escuchando el sonido de las olas y tratando de averiguar si es que la maera subía o bajaba!

 Cuando ya me estaba yendo, sin esperanzas de ver ninguna ballena desde aquel emplazamiento mío, oí a una chica correr y gritar algo así como "un bebé delfín...desorientado". Me acerqué y efectivamente y para mi sorpresa, una pequeño ser brillante, negrito, nadaba despacísimo. Me acerqué a tocarlo, y mansito, mansito, me lo permitió. Decir que fue emocionante es poco.

 El resto de la tarde transcurrió despacito, entre plátano, conversaciones con gente que había conocido a lo largo del día, helado de frutas, paseos y lecturas. Había hecho migas con los conductores de autobús, que me prometieron una buena película. Pero volvieron a poner Delta Force con el volumen igualmente bajo. Causó el mismo efecto que la primera vez. Roncaba antes de que le diera tiempo a Chuck Norris de pegarles a tres. El trayecto de vuelta supuestamente duraba 10 horas, por lo que me dejaría a las 8 a.m. en la capital...pero me desperté con el jaleo de la gente bajándose a las 5 a.m. Ya habíamos llegado?! Así es. Cómo!? Solo se me ocurre el teletransporte.

   Lógicamente, en la casa nadie me esperaba tan temprano y por seguridad las puertas estaban cerradas con llaves que yo no poseía. Pequeño imprevisto. Tras barajar el comodín de la llamada (gracias por el intento, Beto), las piedritas en la ventana, el trepar cual spiderwoman por el muro, el despertar a toda la casa... opté por quedarme leyendo un libro en las escaleras hasta que alguien que hiciera ruido  me mostrara que estaban despiertos y pudiera llamar al timbre. La idea habría sido buena de no ser por el fallo en la instalación: en cuanto me senté y abrí el libro se me apagaron las luces: era un sensor de movimiento. Con lo cansada que estaba, la idea de leer subiendo y bajando escaleras no me pareció la más atractiva, así que empecé a golpear la puerta despacito primero, luego más fuerte. Finalmente, mi salvador fue un querubín blanquísimo, rubísimo, de metro noventa. Pensé que bien podía ser un ángel, pero era el chico alemán que vive en la casa.

 Cuando entré en el cuarto, exhausta pero divertida, pensé que la merecida máxima de el día había sido: "nada es lo que parece".

Sonriente, ahora escribo: Tocar el Pacífico: Tercer deseo concedido.