Alivio. Lo primero que sentí al
aterrizar en el aeropuerto de José Martí. Los ojos rojos y el estrés aún no
superado de volar, se sumaba a las 16 horas de espera en el aeropuerto, las
otras 17 de viaje desde la profundidad de la Amazonía Ecuatoriana y la desilusión de perder mi enlace al oriente. Casi nà y un
suspiro del tamaño del Chimborazo.
Si las mujeres tienen un sexto
sentido y las gallegas un “aquel” de meiga, ambas intuiciones “gourmet” me aconsejaban
que me fuera de Cuba. Después de pelear tanto por llegar allí, sentí repleto el
saco de impedimentos, ya todo me sabía peor que la idea de volver a mi
rinconcito en el sofá de la sala de estar, al calor de la familia. Al fin y al
cabo respeto la idea de Karma y, aunque me fastidie admitirlo porque creer en
el destino sustrae libertad de acción, rumiaba la idea de que “hay cosas que no
están para uno”.
Salí belicosamente del avión, quería
compensación, rembolso, un café; me despedía de los pasajeros a los que el
retraso monumental me dio la oportunidad de conocer… cuando dos geniales muchachas colombianas me admitieron como animal de compañía, las seguí al hostal que
habían reservado, por si había una camita libre para mí, aunque a esas alturas con
media me llegaba.
Los primeros días, recién
acostumbrada a llenar mi discurso de prudente latinidad, con el suave paladeo
de los “discúlpeme”, “perdone que lo moleste” o “perdone que le robe un
minutito de su tiempo”, me sorprendo al escuchar de nuevo las palabras chasqueantes,
que golpean al hablante, directas, apuntaladas por sus miradas de cuero, de café,
de caña en un “qué tú quiere?”, o en un “Ey, España! Te lo dejo barato pa’ ti!”.
Quisiera dar una imagen
de desorden, de casas al borde del derrumbe, la fragilidad de una arquitectura grácil
y colonial, sin embargo, viva, llena con las personas que habitan en ellas, ígneas
vecindades, que lo mismo discuten o se aman, efervescentes y voluptuosos, con
tres argumentos en cada diente y dos piropos en la retaguardia. Los escalones son
tableros de ajedrez, mesas de dominó callejero, una calle en ruinas desemboca
en una estatua cubierta de andamiajes, y te enseñas al “por qué no?” y a la
diversión de que no todo ha de poseer un sentido, al placer de las
contradicciones.
El paseo, a dondequiera que uno lo dirija, irá acompañado de “taisi, leidi?!” si se camina sola o “taisi, amigo”,
si no; en, calles, plazas, casas, parques o arenales, recién bajado de un taxi,
o todavía montado él! … por si acaso ;) En cualquier rincón, expertos oradores
vendiendo sombreros de viva voz, en un susurro la langosta, con dos voces y dos
precios, para el “yuma” o el “compañero”. Al paso, un repertorio de sonidos y mensajes como
“mami”, “mango” “guau, guau”, “bonita”, “jaguar
llu?”, "tch, tch", "hoy es mi día de suerte", “eres una flor”, “princesa”, “ay, que me desmayo” o incluso más
elaborados, como “tienes más curvas que la carretera de Cienfuegos a
Camanayagua”, sin indiferencias.
Comercios con estantes huérfanos.
“Hoy hay arroz?” en vez del familiar “Póngame doscientos gramos”, sutilmente
diferente, comienzan sus frases, acostumbradas a que falte de todo menos
palabras. Todo con su consiguiente arreglo, máquinas de latir soviético, audazmente
armadas por mentes despiertas de café con chícharos.
Así, todo transcurre entre ellos
con una tranquilidad que se columpia al vaivén de una mecedora que nunca falta,
para desesperación de los turistas, o “minuteístas”, monoteísta becerro dorado
del tic-tac, dueños del tiempo o esclavos, depende…s. En todo caso las filas
amaestran paciencias, languidecen miradas y avivan labias de bocas carnosas.
Las noches provocan ritmos, y
aquellos al placentero diálogo anatómico, gallardo, puro hedonismo en
pentagrama, musical lujuria, la más casta ya que no interesa el cuerpo sino el
movimiento: al son, rumba, merengue, chachachá, cubatón o salsa para los más bailones.
Ingenios animados al ron, extranjeros embriagados en los precios del Havana
Club o los mojitos, solo esta noche a precio especial a 1.50, hechos con sabor.
Si no, ron con piña colada de Tetra Brick, neveras en moneda nacional, que no
enfrían Bucanero ni Cristal.
No me fui. No sin antes perderme
en Viñales sin visitar nada “importante”, despistar jineteros, inventarme otra
identidad en Cienfuegos (personaje que por cierto no entendía el español), frecuentar el malecón...
...bailar hasta quedarme sin pies con “Oswaldos” o “Marcelinos” ya retirados, ver
como estafaban muchísimo a los “demasiado guiris”, encontrar un nido de
colibrís en las cascadas del Nicho...
...soportar a un cubano ofreciéndome un monólogo
particular interminable acerca de sus teorías revolucionarias sobre la
infidelidad, bañarme en aguas de color turquesa sin tener frío al entrar ni al
salir...
... descalzarme para llegar a casa en Trinidad por una inundación...
... pasar lista de los mismos turistas
ciudad tras ciudad, las panzadas de barquillos de sabores y de comida criolla...
No sin antes conocer a personas muy especiales
con las que compartí mis días, mis noches, que realmente saborean el viajar, me enseñaron que estamos más unidos por este espíritu que por la cubierta de nuestros pasaportes.
Una de las mayores alegrías me la llevé al ocaso de mi estancia, entre
calada y calada de un cigarro plantado en una cara tallada de arrugas, de quien escuché
el mejor de los souvenirs que me podría haber llevado, la frase: “para morirme tengo primero que estar vivo”.
Afortunada y llena de vida, así me sentí en aquella isla del Caribe, así espero sentirme por mucho tiempo más.
¿Bailamos?
Genial! hace tiempo que me ronda por la cabeza el pasar por Cuba antes de que lo destroce el capitalismo en sus últimos coletazos, y ahora si que sí no puedo dejar pasar más tiempo, que envidia me has dado!! se nota que te lo has pasado bien y que es un viaje que recordarás el resto de tu vida, me apunto a eso! gracias por el report guapa!
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