viernes, 1 de noviembre de 2013

Survivor

Sigo viva, a pesar de todo.

Y con todo me refiero a darme cuenta justo antes del último bocado de que la guayaba que me estoy comiendo está llena de gusanitos blancos, del completísimo hábitat que puebla mi cocina por las noches, de comerme un pescado zombie que había venido andando desde la costa (y sigue dando "molestosos" coletazos dentro de mi estómago),



...de olvidarme de hervir el agua para lavarme los dientes, de sobrevivir a la explosión de una ducha, de cerrar la puerta en las narices a los rayos te vienen a golpear a la puerta, de viajar por carreteras aaaaltas en empresas de autobuses que se accidentan día sí y día no, de probar helados de carrito sin morir en el intento...


… ahora siento que, sin necesidad de cicatrices, tengo cierto prestigio vital o un no se qué. Un "aquel" dos galegos.

El prestigio te lo dan pequeños actos de valentía, como aceptar una Chicha. De hecho, es descortés no hacerlo, más que un corte de mangas o que felicitar un embarazo a alguna mujer que solo está gordecha. Esta de la que os hablo es una bebida caldosa  fermentada, bien espesita y tibia que se hace de una manera bastante peculiar (dada nuestra concepción occidentalizada de fabricación de alimentos): las mujeres Shuar mastican el ingrediente base, como la yuca o la chonta y lo van escupiendo todas en un barreño que luego dejan a fermentar a placer. Luego tú te lo bebes, con cuidado porque emborracha. Es más sencillo de explicar que de tomar, pero prejuicios fuera, de sabor no está nada mal ;)


Es más, creo que a veces son las contradicciones las que hacen de mi estancia una cueva del tesoro de saberes. Allá, esperar dos segundos con el semáforo en verde sin pegar un pitido monumental es paciencia. Aquí no es virtud, ya que la vida anda tranquila, calmada y colmada de filosofía, sin tener que quedarse uno calvo del estrés. 



Como las colas para llegar a la ventanilla de los bancos, las vías para coches con tantos carriles como les apetezca a los conductores, o los perros echándose una siesta en el medio de la carretera, estoicas estatuas peludas que, a lo peor y con esfuerzo, levantan una oreja al ver el todoterreno aproximarse.



Grandes tertulianos en el asiento delantero de cada taxi, en la república del cacao pero vamos a Europa a conseguirlo, que la gasolina sea más barata que el agua y el vino más caro que un perfume y que los plátanos tengan más nombres que un señor de la nobleza (verde, maduro, guineo, banano…).


Que las meriendas sean cenas y que la única hora que valga sea la ecuatoriana, que puede coincidir o no con el reloj de Greenwich. Creencias ancestrales más firmes que las lanzas Shuar que aún se ven en las calles de cantones poco aledaños al tráfico de influencias.

La Iglesia inunda las conciencias, sus palabras todavía van a misa y hacen eco en las bancadas llenas de fe, en las creencias de acero inoxidable que un día fueron sabiduría de selva, de instinto, de humanidad natural que inventa historias para apropiarse del universo. Hoy los cuentos son pasto del espíritu ancestral, del cordero pascual, del padre puede que todavía, del hijo ya y por siempre, nunca jamás. Olvido. Atención y liturgias entre esperpénticas luces globos coloreados, pero aún pescando pecados, sin que se multipliquen los panes, cómo alimentan así el alma? Sin- sentidos a cal y canto ante la vida terrenal.

Raíces silenciadas ya bajo tierra, la palmera proyecta, entre luces y sombras su figura esbelta y frágil.



En aquella mirada anciana, que acaricia y acoge, agradecida de no haber pasado desapercibida, descubro los ojos de mi abuela, de historias contadas por lenguas muertas, cantos a una identidad que se reencarna en juventud, hipermétrope y esperanzadora.



Mientras, la lluvia cae inclemente a los menudos pasos de niños, uniformados, ajenos a una tierra propia, a una sangre entorpecida por la prohibición del ser, prosiguen su marcha en estos borrosos, embarrados caminos de asfalto y otredades.





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