Sigo viva, a pesar de todo.
Y con todo me refiero a darme
cuenta justo antes del último bocado de que la guayaba que me estoy comiendo
está llena de gusanitos blancos, del completísimo hábitat que puebla mi cocina
por las noches, de comerme un pescado zombie que había venido andando desde la
costa (y sigue dando "molestosos" coletazos dentro de mi estómago),
...de olvidarme de hervir el agua
para lavarme los dientes, de sobrevivir a la explosión de una ducha, de cerrar la puerta en las narices a los rayos te vienen a golpear a la puerta, de viajar por carreteras
aaaaltas en empresas de autobuses que se accidentan día sí y día no, de probar
helados de carrito sin morir en el intento...
… ahora siento que, sin necesidad
de cicatrices, tengo cierto prestigio vital o un no se qué. Un "aquel" dos galegos.
Es más, creo que a veces son las
contradicciones las que hacen de mi estancia una cueva del tesoro de saberes. Allá,
esperar dos segundos con el semáforo en verde sin pegar un pitido monumental es
paciencia. Aquí no es virtud, ya que la vida anda tranquila, calmada y colmada
de filosofía, sin tener que quedarse uno calvo del estrés.
Como las colas para
llegar a la ventanilla de los bancos, las vías para coches con tantos carriles como les apetezca a los conductores, o los perros echándose una siesta en el
medio de la carretera, estoicas estatuas peludas que, a lo peor y con esfuerzo, levantan una oreja al ver el todoterreno aproximarse.
Grandes tertulianos en el asiento
delantero de cada taxi, en la república del cacao pero vamos a Europa a
conseguirlo, que la gasolina sea más barata que el agua y el vino más caro que
un perfume y que los plátanos tengan más nombres que un señor de la nobleza
(verde, maduro, guineo, banano…).
Que las meriendas sean cenas y que la única
hora que valga sea la ecuatoriana, que puede coincidir o no con el reloj de
Greenwich. Creencias ancestrales más firmes que las lanzas Shuar que aún se ven
en las calles de cantones poco aledaños al tráfico de influencias.
Raíces silenciadas ya bajo
tierra, la palmera proyecta, entre luces y sombras su figura esbelta y frágil.
En aquella mirada anciana, que acaricia y acoge, agradecida de no haber pasado desapercibida, descubro los ojos de mi abuela, de historias contadas por lenguas muertas, cantos a una identidad que se reencarna en juventud, hipermétrope y esperanzadora.
Mientras, la lluvia cae inclemente
a los menudos pasos de niños, uniformados, ajenos a una tierra propia, a una sangre
entorpecida por la prohibición del ser, prosiguen su marcha en estos borrosos,
embarrados caminos de asfalto y otredades.
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