miércoles, 2 de octubre de 2013

Pesadilla en Machalilla

  Apaguen sus luces, entreabran puertas chirriantes, enciendan lúgubres velas y prepárense a oír el escalofriante relato de la turista que se adentró en los albores del parque del terror. Una feroz tormenta rompe esta tarde sobre mi ventana,  inspirando mi testimonio...

  Era una noche lluviosa, los taxis se negaban a llevarme a mi destino, el autobús Reina del Camino con dirección a Puerto López. Se trata de un pueblito menos turístico que las playas de Esmeraldas pero con muchos atractivos, como el observatorio de ballenas (de julio a septiembre), la Isla de la Plata (hermana pequeña y barata de las Galápagos) o el parque nacional Machalilla y la conocida playa de los Frailes. Ya tenía que haber sospechado algo cuando el acompañante de la empresa de transportes llegó con su sonrisilla diabólica a poner la película de Chuck Norris, Delta Force... caí en su embrujo: Me dormí en menos de 10 minutos.

  Cuando desperté casi 11 horas después habíamos llegado a nuestra parada, casi como por encantamiento. Como Lorenzo todavía no había empezado su turno (eran las 5:30 a.m.) yo no iba a ser más que él, así que me dirigí a un puestecillo ambulante de café y bolones de verde (desayuno típico de la costa hecho a base de plátano y queso)para hacer tiempo. Allí compartí un ratito de tertulia con los clientes que desayunaban (eran todos taxistas para turistas) mientras dejaba que el dulcísimo café diera los buenos días a mis sentidos. Cuando desistieron de intentar llevarme aquí o al otro lado, o de buscarme alojamiento, me contaron los últimos chismorreos del pueblo, como si fuera casi una más de ellos.

  Antes de dirigirme al parque, por miedo a que estuviera cerrado, fui hasta el malecón, donde ya todos los barcos azules y rojos llegaban repletos de pescado, entre mareas de avizores ojos preparados ante cualquier despiste, bien planeando allá en el cielo, bien en forma de cuadrúpeda atención de pronto ladrido:


  Me encanta esta escena salina. Gente apurada en sus labores, descalzos porque el agua no está demasiado fría, transportando, clasificando, vendiendo o limpiando pescado. Los mosquitos estaban traviesos, menos mal que soy "la mano más veloz de occidente" y pude echarme crema antes de darles la oportunidad de degustarme demasiado. 

  Con el olor a mar entre fosa y fosa, encontré una cafetería muuuy requetesuperacogedoristicoespialidosa con Wifi, Etnias Café, regentada por una simpática pareja de franceses y una perrita llamada Inti ("Sol" en Quichua). Me llené la pancita. Después del desayuno y la charleta con otros dos o tres habitantes (uno hablaba de Sangre de Dragón casi obsesivamente :S ) ¡Ya estaba lista para irme al parque natural!

  Un bus me tiró, literalmente, en frente a la entrada. De no haber saltado a tiempo ya habríamos llegado al pueblo siguiente. Yo a todo esto seguía empeñada en obviar las pruebas de que no debía entrar ahí. Todo por el deseo inmeeeeenso de mojarme los pies en el Océano Pacífico.

He aquí mi cara de cansada felicidad e inocencia al llegar:


  El señor Pedro, guardabosques, me informó de que era la primera visitante del día y por ello me explicó con detenimiento lo que debía saber acerca del parque: antes había que pagar 12$ (ahora es gratis), normas, distancias y fauna: había muchas aves y reptiles (pero yo había leído que había monitos...). El hombre claramente pensaba en alto: "también hay culebras pero mejor no te lo digo, que si no no entras." Pero oh! Ya era demasiado tarde para la valiente Leti, no había llegado hasta allí para dar media vuelta.

Eché a andar resuelta teniendo en mente esta imagen, que vista en Internet me había animado a venir:


Sin embargo, lo que me encontré fue esto:


  Positivamente, como de costumbre, pensé: "Normal. Debe de ser ahora, al principio, seguro que según me acerque a la playa ha de estar más verde". ERROR. La cosa después de un quilómetro y medio pintaba de este pelo:


  No solo no había nadie, sino que tampoco se oia nada más que el crujir de las ramas de vez en cuando o el zumbido de algún insecto.  Había carteles que decían: "las flores amarillas de su derecha pertenecen al grupo blablabá... y son alimento para algunos animales de este bosque..." Pero allí miraba y no veia más que ramas grises, desoladas... estaba todo más que seco. Según pude averiguar más adelante el paisaje se debía al verano, ya que en la época de lluvias aquello se volvía una fiesta de verdor y vida....es decir, que llegué MAL, cuando estaban en modo ahorro de energía.

  Era un poco inquietante todo... sobre todo que cada treinta centímetros el camino estaba perforado por unos agujeritos sospechosos cuyos dueños preferí no conocer (no creo que fueran casas de topitos precisamente):


  Llegado un punto ya estaba concienciada de que aquello no iba a mejorar, y me sentía tan sola allí que empecé a pensar en pintarle una cara a un balón de fútbol y llamarle Wilson. Celebré cada una de las apariciones de las 17 lagartijas que vi, pero celebré un poco menos la culebra que me apareció por delante. No sé si se asustó más ella o yo.

  Tras constatar que lo más verde y vivo que iba a encontrar era....



.... un cactus, seguí caminando hasta que finalmente llegué a una playa con nombre prometedor: Tortuguita. Nada malo podía pasar en una playa con ese nombre. Pero ni estaba permitido bañarse allí por haber unas corrientes "pecadoras de la pradera" que te metían para dentro y "game over". Allí no había tortugas de ningún tamaño, ni peces, ni cangrejos si quiera. Eso sí, me encontré a un ser mitológico, con aspecto no muy saludable, al que decidí llamar: "Sirenejo".


Efectivamente, mitad sirena, mitad conejo. 

Proseguí mi ruta cuesta arriba, y, por fn, ¡ he aquí el gran descubrimiento! No sé si fue la pendiente o la maravillosa vista, pero me quedé sin aliento.



  Su pureza y sobriedad eran apabullantes, el color intenso aunque el cielo estuviera repleto de nubes. Para mí fue como contemplar una inmensidad maravillosa. Bajé casi corriendo la pendiente que me separaba de la playa limpísima, eché mis botas al hombro y me fui derechita al mar. ¡Qué sensación al mojar mis pies en las fresquitas aguas Pacífico! :) ¡Qué serena tranquilidad allí sentada escuchando el sonido de las olas y tratando de averiguar si es que la maera subía o bajaba!

 Cuando ya me estaba yendo, sin esperanzas de ver ninguna ballena desde aquel emplazamiento mío, oí a una chica correr y gritar algo así como "un bebé delfín...desorientado". Me acerqué y efectivamente y para mi sorpresa, una pequeño ser brillante, negrito, nadaba despacísimo. Me acerqué a tocarlo, y mansito, mansito, me lo permitió. Decir que fue emocionante es poco.

 El resto de la tarde transcurrió despacito, entre plátano, conversaciones con gente que había conocido a lo largo del día, helado de frutas, paseos y lecturas. Había hecho migas con los conductores de autobús, que me prometieron una buena película. Pero volvieron a poner Delta Force con el volumen igualmente bajo. Causó el mismo efecto que la primera vez. Roncaba antes de que le diera tiempo a Chuck Norris de pegarles a tres. El trayecto de vuelta supuestamente duraba 10 horas, por lo que me dejaría a las 8 a.m. en la capital...pero me desperté con el jaleo de la gente bajándose a las 5 a.m. Ya habíamos llegado?! Así es. Cómo!? Solo se me ocurre el teletransporte.

   Lógicamente, en la casa nadie me esperaba tan temprano y por seguridad las puertas estaban cerradas con llaves que yo no poseía. Pequeño imprevisto. Tras barajar el comodín de la llamada (gracias por el intento, Beto), las piedritas en la ventana, el trepar cual spiderwoman por el muro, el despertar a toda la casa... opté por quedarme leyendo un libro en las escaleras hasta que alguien que hiciera ruido  me mostrara que estaban despiertos y pudiera llamar al timbre. La idea habría sido buena de no ser por el fallo en la instalación: en cuanto me senté y abrí el libro se me apagaron las luces: era un sensor de movimiento. Con lo cansada que estaba, la idea de leer subiendo y bajando escaleras no me pareció la más atractiva, así que empecé a golpear la puerta despacito primero, luego más fuerte. Finalmente, mi salvador fue un querubín blanquísimo, rubísimo, de metro noventa. Pensé que bien podía ser un ángel, pero era el chico alemán que vive en la casa.

 Cuando entré en el cuarto, exhausta pero divertida, pensé que la merecida máxima de el día había sido: "nada es lo que parece".

Sonriente, ahora escribo: Tocar el Pacífico: Tercer deseo concedido.

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