Omnia fluunt.
Ergo, el blog
también. Ya no estamos en el Caribe, ni en la mitad del mundo, ni en el fondo
del mar, matarile. Un pequeño Clio negro de los 90, lleno de paquetes,
regalices y esperanzas, me condujo hasta Francia, despacito cuesta arriba, los
Pirineos siempre imponen a las máquinas viejiñas. En el camino, estaciones de servicio,
un guardia civil piadoso, grúas compradas en Amazon, Hilario el mecánico, y Alf
decidiendo un cambio de religión. Pero además, conversaciones acerca del mundo,
canciones de Miliki, varias partidas perdidas al “jungle speed” y quesos de
pincho: ñam!

Entonces, ¿qué
hago yo aquí? Empezar otra vez sin la vuelta al cole, desafiando mi propia resistencia, midiendo
fuerzas entre energía e ilusiones. Y además, describir cómo se me presenta este
trocito del mundo. Por ejemplo, os contaré historias de la misteriosa Nantes,
con una fábrica de galletas que no huele a nada, lluvia, gatos con panzas dignas
de ser exploradas por Marco Polo, lluvia, secciones de queso en el supermercado
más grandes que el propio Versalles, lluvia, gente estilosa que no viste de
Amancio, lluvia, excursiones de dos horas jugando al escondite con las tiendas
de fruta … y lluvia. No sé si lo había mencionado ya.
Pero quisiera
contaros también acerca de un galimatías matemático: el misterio de las baguettes. Según tengo
entendido, mala cosa es dejar este tipo de pan de un día para otro. De hecho, traté
de hincarle el diente a un trozo antiguo y el mendrugo salió ganando. Sin
embargo, la calle está llena de gente, no con una, sino con 3 o 5 barras. Y en
las tiendas, peor: he visto personas salir de incógnito detrás de más de 10 baguettes.
En serio, ¿qué carallo hacen con ellas? ¡Porque comer no se las comen, que
tienen tipo fino! Como no se las den a los gatos, untadas de mantequilla… No
sé, pero no os preocupéis: Lo averiguaré.
Llevo dos
semanas lidiando con los sonidos guturales, alucinando delante de los escaparates donde
todo parece exclusivo, finísimo hasta límites insospechables, donde cualquier lata de sardinas es digna de la sección Gourmet del Corte Inglés o de una colección de arte de Andy Wharhol,
un cartero al
que no le da la gana de dejar las cosas en el buzón y prefiere que de un paseo, celtismo mire donde mire y la niebla de los lunes que deja en
ridículo cualquier escena de Sleepy Hollow….
Foto del paisaje que se ve desde mi ventana los días de niebla.
Con esta
personalísima bienvenida al hogar de Julio Verne inauguro una parte de mi
camino de retos, fuerza de voluntad y oportunidades. Imagino un pequeño niño apellidado
Verne viviendo las “Veinte mil leguas de viaje submarino” en el río Loira, disfrutando al saber que su “Isla misteriosa”,
la île de Nantes, hoy se ha convertido en centro de Start-ups y Fab Labs, haciendo
de un domingo sus “cinco semanas en globo” desde el carrusel fantástico del
centro de la cidad, o soñando despierto con ser Willias Fog en “La vuelta al mundo en ochenta días” a
lomos del robot-elefante gigantesco que recorre la ciudad, salpicando a
los más despistados.
Será la
miopía, que no me permite apreciar bien las distancias, pero no me siento lejos
de mí misma. Creo que cuando uno se siente externo a lo que existe a nuestro
alrededor tenemos una excelente excusa para acercarnos más a nosotros mismos.
Con el paso del tiempo lo propio y lo foráneo sufren una pequeñísima pero vital
transformación, se inicia una comunicación entre ellas que nos permite florecer,
un contagio benévolo. Entonces, pretextamos este acontecimiento para ofrecemos
a los demás, volviéndonos lo suficientemente permeables para compartir lo
propio y naturalizar lo ajeno.