Según Bruce Willis las hay de cristal:
Bruce Willis no tiene ni idea. Son de madera.
Y es que hay
muchas cosas que nos cuentan de la selva que son mentira. Claro, como queda tan
lejos, a ver quién es el valiente que va a contrastar la información. Aun
carente de arrojo, pero con ánimo de aventura, decidí ver con qué me topaba.
Me encuentro en una posición complicada,
veréis: quisiera transmitiros todo lo que he experimentado a lo largo de mi
día, pero, la verdad, llevo más de 10 minutos en trance delante de la pantalla
en blanco, y a pesar de que ya me empiezan a picar los ojos (es lo único que
quedaba por picarme, los mosquitos, el pelo y la nariz ya estaban en ello) no
me decido a empezar.
La excursión la
empezamos desde San Isidro, un pueblito muuuy tranquilo cerca de Macas (el
cabecero del cantón Morona de Ecuador), que es donde vivimos y del que ya os
hablaré en su momento. Jordi, (hoy interpretando a “George of the jungle”) me
padeció todo el camino, qué remedio le quedó al pobre. En fin, de camino a la
estación de autobuses conocimos a una sonriente mujer que de una (inmediatamente
en ecuatoriano) me invitó a su casa a hacer empanadas de viento (remito a
entradas anteriores) al día siguiente. Los que me conocéis sabéis que a menos
que me encuentre en fase aguda de mononucleosis me apunto a cualquier plan que
tenga que ver con “papeo”, así que acepté de mil amores. Todo sería maravilloso
si la señora Mercedes me hubiera dado su dirección. Cuando me di cuenta del detalle,
me quedé como un enamorado a primera vista: suspirando por un nombre pero sin
más señas.
Ahogué mis penas
en un pan con chocolate ya subida al bus camino de Buena Esperanza, la
comunidad de donde partía la caminata. Nuestro guía, Rafael, atentamente nos
recibió en su casita de madera para que nos pusiéramos cómodos y nos
cambiáramos el calzado. Revisamos la mochila: Crema de sol, gorrito caqui de
camuflaje (nunca se sabe), poncho de agua (chubasquero de toda la vida), spray
anti mosquitos en cantidades industriales, agua de la que no esfurrica… y la
cámara en ristre, por supuesto.
Machete al
hombro de nuestro guía y ya estábamos listos para zarpar. Os aseguro que andar
por la selva no es algo baladí. Y menos si las katiuskas de plástico que te han
prestado son de 2 a 3 números más grandes que tu pie. Es como andar con aletas
por la arena, pero con más barro, hojas y animales peligrosos. La lluvia
tampoco ayudaba. Por suerte conté con un fiel acompañante, Numi (palito en
Shuar), que me ayudó a subir raíces, bajar barrizales y cruzar troncos
musgosos.
Otra falacia es
acerca de los animales. Las serpientes no se parecen, ni haciendo cirujía, a
Khaa del libro de la Selva. Tampoco te enseñan a vivir mejor, creo que son más
bien…letales. Nos encontramos a una durmiendo “enroscadamente” (no sé si
plácidamente porque no me atreví a molestarla), y Rafael nos contó que en caso
de que nos mordiera no había antídoto hasta Quito, pero que uno no llegaba vivo
si esperábamos tanto tiempo. Así que serpiente 1 – turistas 0, abrimos camino
por otra parte para no darle motivos de enfado a nuestra ofidia durmiente.
Todavía estaba
buscando a mi adrenalina (había salido disparada), cuando oigo algo que parecía
un helicóptero muy cerca de mi oído. Resultó ser un tábano, bueno, mejor dicho,
el padre de todos los tábanos que hay en Europa, de lo grande que era. Debía de
oler un poco a oveja (ya sabéis que va al ganado) porque me estuvo rondando,
rondando, hasta posarse sobre mi panza. Yo ahí descubrí el aprecio que le tenía
a mis chichitas, era cuestión de segundos que “plin” me picara. Pero allí
estaba Rafael, salvador por segunda vez, que un rápido movimiento, agarró al
insecto y, sin matarlo, con el propio aguijón perforó la enorme hoja de una
planta y lo insertó ahí, con el culo en pompa, donde se quedó castigado
zumbando.
A todo esto,
nuestro guía caminaba como pedro por su casa mientras nos enseñaba palabras en
Shuar, nos daba a probar plantas y nos contaba sus propiedades, nos hacía oler
árboles y hojas y nos contaba historias de animales. Se sabía todas las raíces,
todos los recovecos…daba la serena impresión de un paseo cotidiano. Le pregunté
en un momento dado quién le había enseñado todo aquello, y me contesta con toda
la naturalidad del mundo: “Crecí aquí dentro. Estoy seguro de que si fuera a tu
ciudad tú sabrías decirme donde está la escuela, el hospital o el estadio sin
perderte, pero yo no sería capaz de encontrarlo. Pues para mí esta selva es lo
mismo”. Cha-pó.
Interrumpimos el
paseo al llegar al río, donde nos esperaba una canoa artesana, tallada de un
árbol de verdad, qué delicia.
Cruzamos la distancia que nos separaba de la otra orilla a ritmo de caña de bambú (era nuestro
remo) hasta otra zona, todavía más cerrada de selva, donde subiríamos a un
mirador. En la cumbre se alzò ante nosotros esta sobrecogedora escena:
Era el lugar
perfecto para hacer el grito de la selva. Pero para mi sorpresa, me había
quedado muda. En el momento en el que tuve esa posibilidad, me sentí de repente
desprovista de derechos. Mi voz simplemente
se negó a acometer lo que racionalmente deseaba. Cómo podía pretender jugar a
“la reina de la selva” cuando sentía que desconocía todos sus secretos, que era
ajena a aquella naturaleza, insignificante ante ese árbol que llevaba viviendo
400 años sin que nadie lo haya perturbado jamás?
Permanecí en
silencio contemplando, inspirando la grandeza de aquel momento, en el que la
palabra “respeto” cobró todo su sentido. Como cuando nadamos en mar abierto o
caminamos por un gran desierto, he aprendido a que en estado de alerta es como
los sentidos aprehenden más, cómo desde la precaución se admira, cómo la
inmensidad absorbe a uno y lo invita a quedarse, pero a no confiarse demasiado.
Esa combinación de instinto de supervivencia, esa necesidad humana de aguzar el
oído, de afilar el olfato, de buscar con la mirada, es simplemente,
sensacional. De aprender nuestra fragilidad, de lo maravilloso que es a veces,
sentirse vulnerable.
Rafael, desde lo
alto, nos contó su historia: había comprado el terreno en el que estábamos para
cortar los árboles maderables, ya estaban incluso marcados con números rojos.
Ni el estado, ni ninguna empresa, ni asociación parecía importarles tal
destrucción. Entonces, alguien llegó a ver su pedazo de selva, se admiró como
tantos otros de su belleza y decidió comprar un árbol. Sin embargo, no quería
su materia, sino su conservación. Pagó por mantener aquel árbol con vida. Y le
siguieron 5 personas más que hicieron lo mismo. Así que nuestro guía pasó de
verdugo a cuidador. Sus palabras suenan sinceras cuando habla evitar que suceda
a su alrededor lo que estuvo a punto de ejecutar. Ahora lucha por la
conservación de su territorio, en medio de la gran incomprensión que lo rodea.
Lo toman por demente, ya que lleva una vida humilde pudiendo enriquecerse dedicándose
a la ganadería, lo que supondría arrasar, claro está, su prolífico terreno.
Admiro su labor
y espero que sus reservas Nantar y Nunkui continúen siendo el orgullo de sus
dueños, que todo aquel que lo desee pueda ir a respirar, a vivir, a descubrir
su flora y su fauna, como las diminutas ranitas que no superan el medio
centímetro, las mantis, insectos palo, pájaros, mariposas de todos los tipos y
formas: rojas, verdes, azules, con dibujos, con bigote…bueno, yo de éstas no
vi, pero como tenían de todo tipo alguna supongo que ha de haber.
Cuando llegamos
de vuelta a la comunidad, la simpática mujer de Rafael nos tenía preparada una
comida típica asada en una hoja gigante, con yuca, arroz, pollo, palmito,
tomate y cebolla llamado “Ayampaco” y para rehidratarnos, una jarrita de agua
de hierbaluisa. Perfecto para reponer fuerzas para nuestro camino de vuelta a
Macas.
Me fui sin el autógrafo de Tarzán ni de Chita…
pero me traje los pulmones renovados, la vista empapada de colores y la
sensación de haber vivido una aventura trepidante, con muchas moralejas, pero sobre todo REAL.